Comentario
El último cuarto del siglo XIX se caracteriza por una acentuación de la opulencia historicista, que en la polémica entre clasicistas y medievalistas fue adoptando otros estilos, como el neobarroco y el neo-mudéjar (en España), y toda clase de exotismos que dieron lugar a verdaderos pastiches.
Los arquitectos, además, se interesaron más por la decoración que por la construcción propiamente dicha, hasta el punto de que, como dejó dicho Nickolaus Pevsner, "la arquitectura de esta época se asemeja a un baile de disfraces". Por otra parte, la sociedad europea no sólo se mostró insensible a las necesidades de una arquitectura social destinada a albergar la cada vez más numerosa mano de obra que generaba la industria, sino que, además, fue incapaz de encontrar un modelo renovador y propio de la arquitectura moderna.
En efecto, y curiosamente, cuando más acuciante fue esa necesidad de viviendas que demandaba el crecimiento masivo de las ciudades, la casa pasaría a ocupar un segundo plano, ocupado el primero por la construcción de edificios fabriles, pabellones de exposiciones, mercados, etc. Asimismo, las exigencias del intercambio comercial propiciarían el rápido desarrollo de las vías de comunicación, construyéndose líneas ferroviarias, puentes, túneles y estaciones. También empezaron a levantarse depósitos del saber, es decir, museos, bibliotecas, auditorios musicales, etc.
La auténtica transformación de la arquitectura se debe a la técnica, que la apartó definitivamente de las exageraciones decorativas. La aparición de nuevos materiales, como el hierro y el hormigón armado, hizo posible un nuevo modo de hacer, en el que el metal desempeñó un papel fundamental.
Los materiales de fundición, producto de la aleación de hierro y carbono, facilitaron ese proceso de cambio. Más económicos que el hierro puro, no podían laminarse, forjarse o martillearse. Sin embargo, permitían, a través del colado, la obtención de piezas metálicas de gran formato, teniendo también la facultad de poder ser modelados. De esta forma, los materiales de fundición invadirían la construcción, tanto en forma de columnas, en el caso de los pabellones y fábricas, como de arcos, en el de los puentes, sin que tampoco fuera ajena su presencia en la ejecución de estatuas decorativas.
En esta eclosión de la arquitectura metálica los puentes fueron precisamente las realizaciones pioneras. El de Coalbrookdale sobre el Severn (1779), con un solo arco de fundición y una luz de 30 metros y el de Sunderland (1796) en Inglaterra; el Pont des Arts (1803) y el de Austerlitz (1806), en Francia, son los primeros ejemplos de relieve. Unas construcciones cada vez más largas y esbeltas, hasta culminar en esa obra maestra que es el acueducto de Garabit (1882), también en el país galo.
Otras creaciones espectaculares que propiciaron las nuevas técnicas son los puentes colgantes. El primero que se construyó en Europa lo fue en Inglaterra: el Manai Bridge, debido a Thomas Telford en 1815. Por su parte, Francia inauguraría este tipo de obra pública en 1823 en Tournon, sobre el río Ródano, según proyecto de Marc Seguin.